martes, 19 de octubre de 2010

Una luz intensa y música celestial.

Se hace tarde. El asfalto mojado refleja las luces de los faros con un brillo fuera de lugar. Es viernes, y a las 7 de la noche los vehículos se agolpan, se apretujan y resoplan acomodándose en filas interminables, ruidosas, humeantes, espejadas. Llevo prisa, voy lo más veloz que me permiten las piernas y los obstáculos del camino. Entre las filas de carros queda un estrecho canal por el que paso esquivando espejos, motos, vendedores ambulantes, mendigos y malabaristas. En algunos puntos el canal se estrecha tanto que tengo que cruzar hasta otro pasando entre parachoques y mataburros. Necesito imprimir velocidad a este escape, me están alcanzando y este laberinto de metal me ayuda a escabullirme. La moto que viene a pocos metros tras de mi, lleva encima dos tipos con malas intenciones. En la cuadra anterior casi me derriban y ahora están intentándolo con más empeño, no sé por qué. El canal se abre y yo vuelo, siento en mis piernas una potencia inusual que me impulsa imparable hacia adelante. Mi foco es tan profundo que me rodea una burbuja de silencio donde sólo puedo escuchar dos cosas, la moto acercándose y mi corazón que golpea mis tímpanos por dentro. También siento miedo, un miedo frío que lucha por paralizarme y que no me permite ir más rápido.
Faltan metros para llegar al semáforo que está amarillo. Pienso que es mi oportunidad, me paro sobre los pedales y acelero al máximo. Si lo hago bien podré pasar antes que los otros vehículos crucen. Hay como diez carros hasta el semáforo. Avanzo, nueve, ocho, mis brazos se tensan, los de la moto van paralelos a mi por la derecha, mirándome, siete, seis. El semáforo está en rojo, los otros carros aún no avanzan, cinco, cuatro, pedaleo con rabia, los de la moto quieren interceptarme al final de la fila pero yo llevo la delantera, ellos aceleran, tres, dos. Me falta un carro por adelantar, a ellos dos, además no podrán cruzar con la luz en rojo, yo si. Paso a tan rápido entre los carros de la punta que me llevo ambos retrovisores como si nada. Salgo. La calle es mía, libre, mojada, brillante. Respiro. Oigo mi corazón. Oigo su eco. Todo sucede en milésimas de segundo. Sin embargo me da tiempo para ver como un compacto se cuela a toda velocidad entre los que comienzan a cruzar y me alcanza tan rápido que no siento el tirón con que me arranca la bicicleta. En ese instante todo se hace lento y floto. Floto por encima del compacto, por encima de mi bicicleta arruinada, por encima de los agresores, del asfalto mojado, floto. Muevo mis brazos en círculos, tratando de mantener el equilibrio. Estoy en un slow motion casi estático, una especie de the matrix style que me mantiene detenido en el aire. No caigo. Floto agitando los brazos atrapado en una especie de gravedad cero, sin tiempo. El silencio sigue allí, los vehículos, las luces, los destellos. Los malos huyen, yo quiero gritarles pero no me sale palabra. Los veo desaparecer en la oscuridad de la avenida, mirando hacia atrás nerviosamente.
Miro hacia abajo, la cámara arranca, el ruido vuelve y siento el vacío al caer como una roca del espacio. El asfalto mojado se acerca, veo su textura brillante y dura. Desde lo alto veo mi cuerpo caer en hacia mi propio reflejo en el charco. Veo la expresión de mi rostro, veo mis ojos muy abiertos, mis dientes apretados y mis brazos tratando de amortiguar el choque. De nuevo el silencio. El corazón. Cierro los ojos y me preparo. Esto va a doler, pienso.
Luz. No hay dolor. Sólo luz. A través de mis párpados percibo su intensidad, en mi cara su calor. Es mucha claridad para soportarla. No abro los ojos. Me da terror. Escucho música, es Beethoven. Claro de Luna. Una voz me habla de lejos.
Levántate.- me pide dulcemente. - Ya es hora.
No quiero, pienso. Deseo quedarme aquí. Pero no puedo hablar. Mi cuerpo pesa.
Vamos. - repite la voz - No perdamos tiempo. Ya no puedes quedarte más ahí.
La luz se intensificó y un olor a pan tostado fuera de contexto, entró en mis fosas nasales.
Si no te levantas de esa cama en 5 segundos, no desayunas! – exclamó la voz. Al abrir los ojos quedé ciego porque el sol que entraba por la ventana abierta de mi cuarto, daba de lleno en mi cara. Yo transpiraba y la almohada empapada sostenía mi cabeza en un charco de baba y sudor. Mi madre ya gritaba desde abajo todas sus amenazas tradicionales. Encandilado y aún aterrado, apago el radio despertador y a Beethoven. Cansado y sudoroso bajo las escaleras. Poco a poco comienzo a despertar. A pensar, a entender.
Debo apresurarme. Se hace tarde.

1 comentario:

  1. Que buen relato. Como ciclista que soy me sentí muy identificado.
    Aquí tienes un seguidor de tu blog.
    Suerte.

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